miércoles, 21 de abril de 2010

El Chorro

Después de subir en bici al Chorro, superando los repechos criminales que conducen a La Iruela y, desde allí, a los merenderos de Cazorla, ¿qué le queda a uno por hacer en la vida? Pues está más claro que el agua: ¡subir por el otro lado!

Con ánimo feriante y la panza vacía, emprendimos la marcha desde la Plaza Vieja y la primera, en la frente: cuestón para llegar hasta los llanos y seguir la ladera que el excelentísimo ayuntamiento ha bautizado como "ruta saludable", eufemismo para sustituir a la denominación popular, "ruta del colesterol". Carretera de Quesada y manta, las subidillas y bajadillas se suceden hasta que, superado el cuestón que baja a Bruñel y un repechillo, agarras el desvío que conduce al Chorro. 9 kilómetros, miente el cartel.

Con la alegre compañía de los agricultores que envenenan sus campos impunemente (cumpliendo los requerimientos legales, eso sí: pa mover la economía no hay límites) afrontamos la viradísima carretera con los cuádriceps aún quejosos por la paliza de subir y bajar el Rayal de anteayer. Nueve kilómetros de asfalto, pocos repechos jodíos, pero el ánimo va decayendo. Esperamos al furgón de cola en el cruce de Montesión y, tras un breve concilio, decidimos (desgraciadamente) continuar el ascenso por el pedregal llamado pista hasta el Chorro. Unos cuantos cambios de piñón y plato más adelante, con salida de la cadena incluida, logramos alcanzar los amados bancos que hay frente a la casa forestal abandonada sin haber echado el pie a tierra.

El descenso hasta el punto de partida, bien conocido ya por haberlo transitado otras veces, sigue siendo de esas experiencias que justifican montar en bici y dejarse los isquiotibiales y los trapecios echos una desgracia: una pista ancha y virada, con bastante desnivel, que pone a prueba el tino para frenar a tiempo y no comerse las curvas y todo lo que venga, sea ciclista en agonía, todotearruino o jabalí, que haberlos, haylos.

viernes, 9 de abril de 2010

Exploranding

¡No va a ser todo sufrir! Después de un frustrado intento dominguero de seguir la senda de pescadores del Guadalentín (demasiada agua y demasiado fría), el pasado miércoles emprendimos la heroica conquista de una cumbre jamás hollada por el pie humano: el pico sin nombre que da al valle del Guadalquivir. Tras una subida por la senda serpenteante que recorre el valle por encima de Fuente Rechita hacia el Puerto de los Arenales y más allá, abandonamos el camino y, tras un duro ascenso de tres o cuatro minutos, alcanzamos la ansiada cumbre, que aún no ha sido bautizada. Las amplias vistas del valle justificaban sobradamente el titánico esfuerzo que hubimos de realizar.
Para reponernos de tal esfuerzo, bajamos al cercano Parador de Cazorla, donde ingerimos líquidos que devolvieran nuestros niveles de electrolitos y demás porquerías que circulan por el organismo a su justo punto. No contentos con haber realizado la conquista del día, emprendimos la subida hacia el Puerto del Tejo por el cortafuegos, en lugar de utilizar el camino. La severa rectitud del trazado, junto a la ingestión de la cervecilla previa, hicieron de la media horilla una pequeña tortura etílica: probad, probad un tercio en ayunas y una buena cuestecilla que salve doscientos metros de desnivel en poco recorrido.
Y con un descenso memorable por la cuesta romperrodillas (odiosa Z desde Prado Redondo hasta La Iruela incluida), volvimos a casa con la satisfacción impagable de haber conquistado para la humanidad nuevos territorios.