lunes, 5 de julio de 2010

La cabra, la cabra, ...

Y ya sabemos lo que sigue.

Eran las ocho y pico de la mañana cuando, con el ánimo henchido y ganas de comprobar cómo sienta el entrenamiento, emprendimos la marcha desde Graná hacia Salobreña por la carretera de la Cabra. Los primeros kilómetros, por llanos y falsos llanos, transcurrieron pacíficamente. Pasado Alhendín, se sube el puertecillo del Suspiro del Moro, a la postre el más suave de todos.

La carretera de la Cabra, antaño de firme desigual y tráfico escaso, es hoy en día un reguero de camiones que no cesa hasta la cantera que hay a los veintitantos kilómetros, justo donde la flamante carretera ancha y de buen firme cede su gloria a la de toda la vida, tortuosa, estrecha y con firme desigual. A pesar de la hora, el calor empezó a apretar pronto y las cuestas y falsos llanos nos hicieron parar a por un reconfortante piscolabis en la Venta del nosequé.

Y de ahí en adelante, con las piernas castigadas, las rampas más duras, el asfalto rugosillo y los continuos tramos de subeybaja iban haciendo mella. No obstante, la alegría de pensar en el descenso final empujaba. Pasado el cruce de Huerto Alegre, una pequeña subidilla conduce al primer tramo de bajada, eses cerradas con un barranco acongojante a la derecha y un paisaje bellísimo.

Tras una serie de barrancos (sube, baja, sube, baja), al fin se llega al mirador de la Cabra Montés, desde el cual se divisa, al fin, el mar Mediterráneo. El descenso es tremendo, bien pensado: habrá unos mil metros de desnivel desde el mirador hasta el cercano mar, que el trazado resuelve con un descenso vertiginoso en el que alternan las curvas cerradas y los tramos algo más rectos. A pesar de la cercanía del mar, el aire empezaba a ser caliente, si no asfixiante, y los aromas de romero, lentisco y jara anunciaban la torridez mediterránea que se nos venía encima.

Y por fin, anunciada y no por ello menos terrible, la disyuntiva del kilómetro 68'80: o bajas hasta Almuñécar y coges la carretera nacional, o subes hacia Ítrabo y Molvízar. La elección estaba clara: no puedes arriesgarte a meterte en una nacional con todo el tráfico.

Qué rampas, la virgen. Cuatro kilómetros con el plato chico, y eso que era asfalto. A ojo de buen cubero, algún tramo debía de pasar del diez por ciento, porque ni siquiera el cansancio, el sol matador y el agua caliente y escasa pueden forzarte a mantener el plato chico tanto tiempo.

En fin, pasado el mal trago, un descenso agradable (el aire secando el sudor da fresquito) nos condujo al punto final: un chiringuito con cerveza helada y tapas de pescaíto, un bañito en el mar y a recuperarse de los 88 kilómetros y pico. Esta sí que no ofrezco repetirla, al menos de momento ;D

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